viernes, 20 de abril de 2007

Largas Milésimas de Segundo

–Verónica, mi amor –me urgió.

–Papá, ve bajando. Yo te alcanzo.

–De acuerdo –se retiró.

«Qué estrés» pensé mientras corría a cepillarme los dientes. Cuando terminé me dirigí a zancadas al ascensor. Éste demora horas para llegar cuando tienes afán, ¿No lo han notado?

Llegué al sótano, donde mi padre me esperaba dentro del carro. Tenía dolor de cabeza, y quería recostarme un poco, así que me subí en la parte de atrás. Incliné la cabeza hacia atrás y la apoyé en el asiento. Cerré los ojos. Sentí cómo el auto ascendía por la rampa y cómo el sol atravesaba mis párpados, mientras salíamos del parqueadero.

Un frenazo me hizo abrir los ojos. Un joven que caminaba por la acera se había atravesado en el camino. Caminaba sin afán, con las manos en los bolsillos.

–Daniel –susurré.

Seguía su rumbo inalterado, y por una milésima de segundo, su mirada se dirigió desligadamente hacia el carro, y volvió a enfocarse en su recorrido. De repente, se detuvo en medio de su caminar, cayendo en cuenta de su visión, y volvió su vista hacia mí, a través del vidrio.

«Me reconoció» me dije a mí misma con algo de alegría. La verdad es que sólo tenemos una materia en común este semestre, y nunca hemos entablado una conversación prolongada, pero por algún extraño motivo, siempre me ha agradado su presencia.

Sacó una mano del bolsillo y la levantó en señal de saludo, al tiempo que sonreía.

Le levanté una mano y le sonreí de vuelta. El tiempo pareció detenerse. Probablemente no pasaron más de unos pocos segundos, pero él pareció congelarse en su amistosa posición.

Mi papá pitó. Daniel parpadeó y dirigió su mirada hacia él. Inexpresivo. Sin alterarse, devolvió su mano al bolsillo, y salió del camino. Giró para ver al auto mientras arrancaba y se alejaba por la calle. Miré hacia atrás viéndolo quedar lejos, y volví a acomodarme sonriendo. El dolor de cabeza había desaparecido.

domingo, 15 de abril de 2007

Amor de Hermanos

Andrea se acercó a la silla donde se encontraba Felipe, en frente de la pantalla. Desde atrás, agarró sus hombros con cariño, acercó su boca a la oreja del muchacho y susurró: “¿Pipe, me prestas el computador?”

–No, Andre, estoy hablando con Jessica.

–Ay ve. Por favor, déjame ver si Juanse está conectado –rogó ella.

–No, –insistió Felipe, adquiriendo un tono más cortante –nena, ahora no.

–De acuerdo –se resignó –Cuando me pidas algún favor, ¡Te lo aceptaré con gusto! – dijo irónicamente.

Felipe hizo una mueca. Andrea se retiró enfadada.

***

Andrea se encontraba viendo televisión en la sala. Acostada sobre el sofá y con el control remoto en la mano. Felipe llegó y apoyó su hombro contra la pared. Cruzó el pie derecho sobre el pie de apoyo, y se quedó observándola un momento.

– ¿Qué? –dijo Andrea con brusquedad.

–Puedes usar el computador, si lo deseas –con el pulgar, señaló hacia atrás.

– ¡Ay, tan lindo tú! Siempre pensando en cómo complacerme. –Felipe no identificó la ironía, y le sonrió de vuelta – ¡Pues no! –Gritó.

– ¿Qué sucede? –Se extrañó Felipe –creí que querías usarlo.

–Claro, ¡hace dos horas! Dudo que Juanse siga conectado. Pero no, ahora tú quieres ver tu programa, pero te va a tocar volver al computador que no me prestaste, porque ahora yo me quiero ver mi novela. –Andrea exhaló la última oración muy rápidamente.

Y así siguieron. Por el resto del día, cada vez que se cruzaban, se lanzaban miradas asesinas, y se hablaban en tonos bruscos. No eran raras las disputas en la casa de los Villanueva. Muchas veces, sus conflictos iniciaban por pequeñeces, pero eran prolongados exagerando los motivos de la discordia. Inclusive a veces, seguían discutiendo aún después de haberse olvidado el motivo por el cuál habían iniciado.

Las discordias los colocaban siempre de mal humor, y eso se veía reflejado en su comportamiento con sus compañeros de colegio, con quienes terminaban irritándose con facilidad.

Una vez, Roger, el mejor amigo de Felipe, le habló sobre el tema:

– ¿Hoy también discutieron?

–Es que me da rabia lo irritante que puede llegar a ser sólo por mortificarme –replicó Felipe.

Roger sacó un encendedor. Estaba prohibido llevarlos al colegio. Pero pirómano que se respete, ha de irrespetar esa regla.

–Es curioso que si –lo encendió y mantuvo así mientras hablaba –le arrojas cosas al fuego, queriendo apagarlo, es posible que no logres tu objetivo, y que antes, por el contrario, lo avives más –prendió unas ramitas, y les arrojó pequeñas cantidades de arena, piedras, y hojas de árbol. –Por otra parte, si le quitas su fuente de vida, el oxígeno, con certeza lo extinguirás –guardó el encendedor en su bolsillo y juntó sus manos de manera que no quedara ninguna abertura en forma de plato hondo al revés. Las llevó hacia el pequeño incendio y lo apagó.

Felipe observaba con atención.

–Lo mismo sucede con los conflictos –continuó –si les lanzas odio, gritos, insultos, y demás, no garantizarás su fin. Por otra parte, si se los quitas, con certeza, lograrás terminarlos.

***

Esa tarde, un nuevo conflicto había empezado. Felipe se dejó llevar por la rabia y recurrió a los gritos e insultos. De repente, se acordó de las palabras de Roger, e interrumpió los gritos de Andrea.


– ¿Por qué discutimos siempre?

–Porque a veces eres un idiota y…

–Andrea, –Felipe la interrumpió de nuevo –yo sé lo que sucede aquí. Lo que pasa, es que tú me tienes celos, ¡Porque yo tengo una hermana divina y tú no!

– ¡¿Que te tengo ce…?! –Andrea se detuvo a mitad de la frase. –¿Qué dijiste?

–Que soy afortunado de tener semejante hermana, pero tú no contaste con la misma suerte –respondió hablando con lentitud.

Los ojos de Andrea se llenaron de lágrimas y corrió a abrazarlo. Una vez apoyada en su hombro, y con los ojos mojados, sonrió y dijo –Idiota. En verdad soy yo la afortunada, y tú el celoso.

jueves, 12 de abril de 2007

Correr

Y entonces sucedió. Debo admitir que no era exactamente lo que esperaba, pero no me sorprendí pues segundos antes, dio indicios de comenzar a hacerlo. No sé si fui el único, pero lo vi todo, porque desde el primer momento me llamó la atención, y eso es mucho decir, pues soy de aquéllos que pasan por el mundo, sin alterarlo, sin alterarse con éste, y sin importarme lo que lo altere, y curiosamente, esta vez, me llamó la atención algo tan banal, tan poca cosa, tan insignificante… Fue así que lo vi desde que empezó a correr. No tenía nada de raro, un joven corriendo; pero por algún motivo, me quedé viendo cómo corría, como si esperara que algo importante sucediese. Supongo que “importante” es la palabra menos apropiada para describir lo que sucedió, y aún así – sólo por verlo correr, nacieron dentro de mí una serie de sentimientos. Sentí primero, un poco de pena por sus zapatos, pues la velocidad que llevaba iba a terminar destruyéndolos; por sus pies también, ya que con el esfuerzo los iba a maltratar; sentí rechazo para con él, porque me pareció una idiotez lo que estaba haciendo: correr sin motivos; sentí vergüenza ajena, pues se veía más niño de lo que físicamente aparentaba; sentí alivio, de ser él quien corria y no yo, que odio correr; pero lo que más me sorprendió, fue aquel sentimiento que rara vez sentí, ese sentimiento que me atormenta, y que no concuerda com mi forma de ser (alguien tan desentendido de todo), ese último sentimiento que tuve, fue… envidia… sentí envidia, pues, apesar de lo ridículo que se veía, a pesar de lo lastimados que terminarían sus pies y zapatos, a pesar de la estúpida posición inclinada que llevaba, a pesar de lo infantil que parecía, a pesar de cualquier cosa que yo encontrara digna de crítica… él era feliz. Y sonreía sin miedo, parecía no tener problemas, parecía no pensar, él sólo corría, corría y sonreía, y era evidente que lo estaba disfrutando: del viento golpeando su cara, del sonido rítmico de sus pies al hacer contacto con el piso, de su ropa intentando alcanzarlo, de ser el más rápido entre todos los presentes, de su cabello siendo despeinado… de la libertad.. entonces lo odié, por ser tan descomplicado y al mismo tiempo elegante. Lo odié, por ser feliz.

Transferencia del Miedo

–Calma amiga– Clara la intentaba calmar.

Angélica se apoyó temblorosa sobre el brazo de su amiga y hundió su cara en la suavidad de su suéter.

–Disculpa– una mano le tocó su hombro con delicadeza. Angélica levantó su cara con curiosidad, y miró hacia el asiento al otro lado del pasillo. La mirada del joven le causó una especie de confianza que no supo explicar. – ¿Me permites ayudarte? –continuó éste.

Temblorosa, se secó la humedad de los ojos para poder visualizarlo mejor. Lo miraba confusa.

– ¿Sabías que el miedo es transferible?

– No, no lo sabía– sintió curiosidad.

Se sobresaltó cuando su mano se llenó repentinamente de tibieza cuando la mano del joven se aferró a la suya.

–Anímate– le sonrió. –Piensa en mandármelo.

Angélica respiró profundo. –¿Mandártelo?

–Sí– afirmó éste. –Que el miedo se vaya de ti, y me llegue a mí.

«Esto es una locura» pensó. Cerró sus ojos, y se concentró en intentar mandarle el miedo al joven a su derecha. Clara observaba atónita.

Sorprendentemente, gradualmente dejó de temblar, y su respiración volvió a la normalidad. Contrariamente, la respiración del joven se hacía cada vez más honda y acelerada. Angélica no pudo creer cuando abrió los ojos y lo vio, sentado en su puesto, con cara de susto, y apretándole su mano con fuerza. El joven la soltó para aferrarse con firmeza a los brazos de su asiento. Sus nudillos se pusieron pálidos. Angélica se llevó las manos a la boca y miró a Clara, quien se veía tan pasmada como ella. A medida que el avión aceleraba, el bamboleo se hacía más fuerte, y con éste, la ansiedad del muchacho. En medio de la angustia y la preocupación, Angélica le extendió la mano, y le agarró el brazo. Lo acariciaba y le hablaba bajito para intentar calmarlo.

–Calma, calma… todo estará bien… todo estará bien…–le decía.

El avión despegó, y después de unos instantes, se escuchó la vocecilla aquella que informaba que las luces de cinturones de seguridad habían sido apagadas. La respiración del joven se reestableció súbitamente. Este cerró los ojos, y suspiró hondo.

Angélica se llevó las manos a la boca, pendiente de sus acciones. El joven abrió los ojos y su mirada denotaba victoria. La miró a los ojos con seguridad y le sonrió mientras decía: “Lo logré.”

–¿Lograste qué? – inquirió intrigada.

–Hacerte olvidar de tu miedo. –confirmó él.

–Es decir que…

–Sí –la interrumpió– estuve actuando. Lo de la transferencia del miedo, no sé si existe siquiera, pero parece que funcionó, ¿no crees? Tal vez… –hizo un silencio de pocos segundos– sea cierto eso de que todo está aquí– se llevó un dedo a la sien y la golpeó dos veces con éste.

Angélica rió nerviosa. Después sonrió. –Te lo agradezco.

–No hay problema, para servirte. – Le extendió la mano. –Me llamo Miguel.

Tardó unos segundos en volver a la realidad. Respingó y se apresuró a extenderle la mano de vuelta. –Angélica.

–Es un placer, Angélica. –una vez más, le sonrió.